La Muerte de Ruperto
El Espectro del Pueblo
En las polvorientas calles de nuestro pueblo olvidado, donde el sol castiga sin piedad y las sombras se alargan como dedos esqueléticos al atardecer, vivía Ruperto. El loquito, lo llamaban con una mezcla de cariño y ese desasosiego que provoca lo que no comprendemos del todo.
Ruperto era una figura espectral que deambulaba por las calles desde el amanecer hasta que la noche lo tragaba. A pesar de sus limitaciones mentales y aquel cuerpo encorvado que parecía llevar el peso de secretos ancestrales, todos en el pueblo lo apreciaban. O quizás... lo temían demasiado como para rechazarlo.
Sus manos torcidas recogían la basura que nadie quería tocar, limpiaba las calles con una dedicación obsesiva, cargaba agua en cubetas oxidadas que chirriaban como lamentos, y podaba los patios con unas tijeras antiguas que producían un sonido metálico que me helaba la sangre. Siempre estaba ahí, como si el pueblo lo necesitara... o como si algo invisible lo mantuviera atado a esas calles.
El Presentimiento
El tiempo, ese devorador implacable, fue consumiendo a Ruperto lentamente. Sus cabellos se tornaron del blanco de los huesos blanqueados al sol, su habla se volvió más pasmosa, arrastrando las palabras como si las trajera desde un lugar profundo y oscuro. Las arrugas surcaban su rostro como grietas en tierra maldita.
Cuando lo conocí, siendo yo apenas un niño de ojos grandes y pesadillas frecuentes, Ruperto ya portaba el aspecto de alguien que había vivido demasiado... o que quizás nunca debió vivir del todo. No podría explicar, ni entonces ni ahora tras tantos años, el terror visceral que me provocaba su presencia. No le había hecho daño a nadie, nunca alzó la voz ni mostró violencia alguna. Pero había algo en él.
Algo en la forma en que sus ojos muertos me miraban sin verme realmente.
Algo en cómo el aire se volvía denso cuando se acercaba.
Algo antinatural.
—Niño Argenis— murmuraba a modo de saludo, y su voz resonaba como el eco en una tumba vacía.
Yo, inevitablemente, me refugiaba detrás de las faldas de mi venerable abuela, mientras sentía que aquellos ojos hundidos podían ver hasta el fondo de mi alma infantil.
La Enfermedad que No Tiene Nombre
Llegó el día en que Ruperto enfermó. Una dolencia extraña, sin nombre, sin explicación. El curandero del pueblo, ese anciano de remedios ancestrales y oraciones susurradas, visitó la humilde choza donde Ruperto yacía. Salió pálido, negando con la cabeza, murmurando palabras que nadie pudo descifrar.
Tres días después, Ruperto exhaló su último aliento.
Pero fue en ese momento cuando comenzó el verdadero horror.
El Velorio Helado
Yo, niño supersticioso empapado de leyendas que mi abuela contaba al calor del fogón, me negué rotundamente a asistir al velorio. Sin embargo, el destino —o quizás algo más oscuro— hizo que pasara cerca de la casa mortuoria.
Fue entonces cuando lo sentí.
Un frío antinatural me atravesó como lanzas de hielo, penetrando hasta la médula de mis huesos. Pero lo más aterrador era que el sol del mediodía brillaba con furia infernal sobre los llanos, abrasador, inclemente, cruel. ¿Cómo era posible?
Observé a los vecinos acurrucados, temblando, frotándose los brazos con desesperación. Algunos se habían envuelto en mantas y abrigos, vestimentas que jamás usábamos en estas tierras calcinadas. Sus alientos formaban nubes de vapor, como si estuviéramos en los páramos helados de Mérida y no bajo el sol ecuatorial de marzo.
El termómetro marcaba más de 40 grados.
Pero todos tiritábamos como si estuviéramos en el corazón del invierno.
El Entierro
La procesión hacia el cementerio fue una marcha fúnebre surrealista. El sol nos castigaba desde lo alto, las cigarras cantaban su sinfonía ensordecedora, el polvo del camino se levantaba en remolinos... y nosotros caminábamos envueltos en ese frío imposible que emanaba del ataúd de Ruperto.
En el cementerio, cavamos bajo el calor abrasador mientras nuestros cuerpos temblaban por el frío. Enterramos a Ruperto en la tierra seca y agrietada, echamos la última palada de tierra sobre su sepultura, y nos alejamos apresuradamente.
En el instante en que dejamos atrás los muros del camposanto, el calor infernal regresó de golpe, como si una puerta invisible se hubiera cerrado detrás de nosotros. El frío había desaparecido.
Ruperto se había quedado allí, en la oscuridad eterna del cementerio.
Pero algo de él... algo había quedado despierto.
El Secreto de la Tumba
Una semana después, muy de madrugada, cuando la niebla aún reptaba entre las tumbas, pasé por el cementerio. No sé qué fuerza me llevó allí, qué susurro en mi mente infantil me atrajo como la polilla a la llama.
Vi la tumba de Ruperto.
Y me detuve, paralizado.
Una fina capa de escarcha cubría la tierra recién removida, brillando con luz propia en la penumbra del alba. Sobre su lápida, cristales de hielo dibujaban patrones imposibles, como si dedos invisibles los hubieran tallado durante la noche.
Estábamos en pleno marzo. La temperatura no bajaba de 25 grados ni siquiera en la madrugada.
El Legado del Frío
Muchos creerán que miento, que esta es solo una historia para asustar a los niños alrededor del fuego. Pero les juro por todo lo sagrado y lo profano que es verdad.
Ahí está todavía, la tumba de Ruperto.
Han pasado décadas desde su entierro. He crecido, he envejecido, he visto morir a mi abuela y a muchos de aquellos que conocieron a Ruperto. El pueblo ha cambiado, se ha modernizado, nuevas generaciones han llegado.
Pero si vas al cementerio al mediodía, cuando el sol de los llanos abrasa con su furia más despiadada, cuando el aire tiembla por el calor y la tierra se agrieta de sed...
Si te atreves a acercarte a esa tumba olvidada en la esquina más sombría del camposanto...
Si extiendes tu mano temblorosa y tocas la lápida de Ruperto...
La sentirás fría como el hielo.
Fría como la muerte misma.
Fría como el secreto que Ruperto se llevó consigo y que nunca, jamás, dejará ir.
Y si agudizas el oído en el silencio sofocante del mediodía, quizás... solo quizás... escucharás un susurro que arrastra las palabras desde el fondo de la tierra:
—Niño Argenis…
